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miércoles, 3 de octubre de 2007

El abismo (Colaboración Especial)

Probablemente algunos de ustedes, lectores de ingeniería, recuerden cierto pasquín que solía correr por los pasillos de nuestra universidad. Pues bueno, en una de las menos que infinitas ediciones de éste, salió publicado un cuento, por cierto amigo, que se ajusta de manera ideal a la línea editorial que últimamente lleva este blog. Sin más, lean.

El obscuro Abismo se abría profundo y sórdido. Su negrura inexpugnable era casi tan espeluznante como los execrables vahos que de él emanaban y que hacían presagiar a cuantos se acercaban el triste destino que les esperaría si caían en sus entrañas. Desde el fondo un extraño rugido, como de olas gigantescas golpeando negras y afiladas rocas, se dejaba oír apenas perceptible. Sin embargo este leve murmullo, este eco que parecía soplar desde tiempos infinitos recorriendo lentamente distancias infinitas capaz de enloquecer a cualquier criatura expuesta a su disonante tortura, no dejaba de tener un atractivo morboso que susurraba mi nombre y que me hacía dar a cada momento un nuevo paso hacía el Abismo. Contra todo sentido común, contra todos mis instintos y a ratos incluso contra mi propia voluntad, me acercaba más y más a un final tan horrible que ni los delirios oníricos del peor de los demonios de las Profundidades habría podido concebir. Por un instante creí ver un atisbo de luz, creí que podría escapar del espantoso atractivo que a la sazón subyugaba por completo mis potencias superiores. Pero pasó, como pasa el último rayo de luz antes de que sobrevenga la total obscuridad. Rápido, tan rápido como el alma abandona el cuerpo de el moribundo, acaso solo era una obscuridad ligeramente inferior a la obscuridad absoluta que me circundaba, acaso ya comenzaba a perder la razón y mis sentidos alucinaban. Desesperado comencé a buscar una salida, una escapatoria, mi cuerpo ya no me obedecía, mi mente a duras penas lo hacía, con el mayor esfuerzo que jamás haya hecho logré mover los ojos e intenté ver algo en la noche profunda. Todo fue inútil, la obscuridad que me rodeaba no era solo ausencia de luz, era de una materia maligna, tejida de odio y rencor, por quien sabe que abominaciones. Entonces me rendí. Ya no estaba dispuesto a luchar y retrasar lo que, fuera de toda duda, se presentaba a mi mente enferma como un final inexorable. Irónicamente mis pasos se volvieron más lentos, como si el espíritu inmundo que me poseía quisiera gozar de mi lenta agonía, prolongándola con sus artes demoníacas más allá de todas mis fuerzas y de todo lo que malamente podía soportar. El dolor y la desesperación se hacían más y más intensos con cada paso que daba, cuando me creía desvanecer de amargura una negra fuerza dentro de mi me sostenía obligándome a contemplar como desde fuera mi propia agonía, mi pausado avance hacía la muerte. La incertidumbre me helaba el alma, mi cerebro se deshacía en convulsiones y espasmos que no hacían sino aumentar la tortura y sentía todo mi cuerpo atravesado por miles de finas agujas frías como el hielo. Sabía que el horrible final estaba delante de mí ¿Cuándo llegaría? ¿Ahora? ¿Tal vez al siguiente paso? No había manera de saberlo.

Y caí. Y al caer recupere todas mis facultades, dándome por primera vez cuenta de lo espantoso de mi situación. La caída se prolongó, no sabría decir si por segundos o tal vez semanas. La velocidad vertiginosa me impedía respirar, pasaba con una rapidez asombrosa de los más insufribles calores que me secaban la garganta y los ojos a fríos punzantes como el acero. Creía ver leves destellos de un fuego mortecino en los que se formaban apariciones diabólicas que me sonreían con una sonrisa vacía, pero las dejaba atrás antes de poder comprobar si eran o no meras alucinaciones. A ratos me parecía oír estridentes carcajadas llenas de una tristeza tan honda como mi desesperación, tal vez solo fuera el viento silbando en mis oídos o un producto de la imaginación de un cerebro enfermo bajo las peores torturas. Súbitamente algo cambio, ya no había carcajadas ni demonios rondándome, solo un completo silencio y el viento soplando en mi cara. El olor a azufre presente a lo largo de todo mi macabro descenso se volvió más intenso. Algo imperceptible vino desde las profundidades. Quizá era el sonido de mi cuerpo al atravesar la densa atmósfera rebotando contra un fondo irregular. Y todo se acabó.

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